La legislación exprés no es para el trabajador

Son lentos los pasos que se dan, precavidas las lecturas que se hacen y mesuradas las opiniones en los debates; serio es, por una vez, el procedimiento de los legisladores oficialistas. Profesional incluso, podríamos admitir, no sin cierta sorpresa. La regla de su modus operandi —marca del cuatroteísmo— se rompe cuando del trabajador se trata. En este asunto sí se ponderan las afectaciones previas. En este asunto sí se busca proteger un orden preestablecido. En este asunto sí se privilegia la gradualidad.

Se cuentan tres años desde la presentación de la iniciativa, dos desde la aprobación del dictamen y dos meses más para que se retome el debate en el Legislativo; y resta poco más de un año para su implementación —repito— gradual. Esta vez, se promete, no habrá simulación. El objetivo es claro: alcanzar la jornada de cuarenta horas.

«La legislación exprés no es para el trabajador»

En prejuicio —quizá merecido— del oficialismo, me tomaré la libertad de comparar este proceso con otro no más importante, pero que sí fue, en su momento, profundamente disruptivo. Un proyecto hercúleo que avanzó sin trabas en apenas siete efímeros meses. Aquel trámite, veloz y blindado, no concedió una sola duda a las voces preocupadas que advirtieron problemáticas hoy visibles entre las sombras que incomodan al proyecto presidencial de la administración pasada.

«FRONT TOWARD ENEMY». Entre ese voto traicionero y los gritos que ahogaron a las voces más capacitadas para advertir, se avanzó sin dudar. Se luchó —al menos en el relato— contra la insoportable corrupción y el doloroso nepotismo. Se arrancó de tajo el cáncer de la nación. Tres hurras para la transformación. Las consecuencias, evidentes y demasiadas para enumerar, siguen ahí, tercas, recordándonos que la épica legislativa no siempre va acompañada de lucidez institucional.

«FRONT TOWARD ENEMY»

¿Dónde quedó aquel impulso revolucionario?
¿Es el temor a corregir las profundas distorsiones sociales que conllevaría la reforma lo que hoy los detiene? ¿Acaso se aprendió, por fin, de los errores? ¿O es, simplemente, la vieja y conocida indiferencia?

«¿Dónde quedó aquel impulso revolucionario?»

Históricamente, la lucha por el trabajador ha sido lenta. No por falta de razones, sino por exceso de intereses. Cada avance en derechos laborales —la jornada de ocho horas, el descanso semanal, las vacaciones, la seguridad social— se conquistó a cuentagotas, como si el tiempo del trabajador fuese una concesión y no un derecho. Nada ha venido sin resistencia. Nada ha llegado sin desgaste social, sin sospechas empresariales, sin la burocracia mordiendo la orilla de cada reforma.

Por eso sorprende, o quizá no tanto, que en pleno siglo XXI esa inercia siga intacta: la defensa del trabajador continúa atrapada entre la prudencia legislativa y el cálculo político. Cuando se trata de proteger al ciudadano de a pie, el Estado siempre parece llegar tarde, caminar despacio y mirar hacia otro lado en los momentos decisivos.

«Nada ha venido sin resistencia»

La reducción de la jornada a cuarenta horas no es distinta: una demanda antigua que vuelve a enfrentar los mismos obstáculos de siempre. Argumentos técnicos que esconden miedos económicos; advertencias que ocultan comodidades; promesas que se deslizan con facilidad hacia el estante del «ya veremos».

Quizá, después de todo, no sea la ausencia de impulso revolucionario lo que explica la demora, sino la naturaleza misma de nuestra historia laboral: un país donde el trabajador nunca ha sido prioridad, sino posdata.

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