El poder y sus gestos: lo que se dice sin decir en el nuevo régimen

Consecuente a la fecha y, para sorpresa de nadie, se celebró, con cuestionable orgullo, el primero de seis «cumpleaños» —si se me permite el término— de gobierno. Y, como era de esperarse, críticos y críticos de estos, es decir, defensores, gozaron de los frutos: comentarios, interpretaciones y lecturas varias, especializadas en cuánta rama del árbol de las ciencias sociales se pudieran colgar. Las hubo acertadas —sin distinguir el bando, no hay necesidad, aún, de reclamar desde su dogmatismo ideológico—, centradas y, como es evidente, todas fundamentadas en esa virtud maravillosa e inaccesible para muchos: el sentido común. Otras, que podríamos calificar sinceramente de poco originales, sin preocupación de ofender a nadie con lo que pronto llamarán «calumnias», parecieron más bien arrastrarse por el fango que quedó en el Zócalo tras el evento, como la furia que estalló en el mes de octubre.

Entre estas podremos encontrar las conspiraciones, los señalamientos o reclamos imposibles y, por supuesto, la defensa de peón, que en esta o cualquier democracia siempre está implícita. Hay que proteger lo votado. Dejando de lado el sarcasmo y recordando que cualquiera puede poseer algo de —aunque sea un espíritu de— razón, me dispuse a escuchar y leer cuanto pude soportar. Aquí, unas pequeñas notas.

En primer lugar, la oposición, que celebra los enfrentamientos internos de un partido con lo que parece ser una desmoralizante resignación, nos recuerda su comportamiento de antaño, cuando los papeles estaban invertidos. Encontraron más señas ocultas en los gestos que cualquier grafólogo o psicólogo especializado en el tema. Me hicieron sentir parte de un complot a lo Le Carré, donde los guiños dicen más que un capítulo entero. ¿Es acaso este comportamiento un síntoma de la falta de proporciones? Lo cierto es que, aunque algo exagerado, el mensaje telegrafiado bien pudo estar allí. Con miedo a sonar como un historicista, me dispongo a señalar que no es inusual que los cortes entre grupos políticos, en especial cuando hablamos del Ejecutivo, se hagan visibles a pesar de la «unidad».

Palabra que nos conduce a los defensores, quienes niegan lo evidente. Un evento político siempre será político; es inherente. Los mensajes se mandan, o bien para reafirmar, o bien para avisar.

¿Por qué muchos se esfuerzan tanto en hacer notar que solo fue una celebración? ¿Tanto miedo le tienen a la separación? ¿Acaso no saben a qué lado brincar? ¿Las puertas, para muchos, ya están cerradas? Ya es más difícil negar el presidencialismo cuando los gestos cobran tanta importancia dentro de una estructura partidista. ¿Síntomas de descomposición o purga?

Los voceros oficialistas hacen bien en frenar las exageraciones, pues me parece que el evento no da tanto de sí como para lanzarse a formular una lectura completa. Son infantiles los reclamos de los despistados que, como hicieron en la campaña de la presidenta, denunciaban con euforia la falta de distanciamiento con su predecesor. Aunque una limpieza se insinúa, la sutileza seguirá siendo el sello en el trato con «su» gente. Pero igual de infantil es la negación: sí hay mensaje y sí hay una nueva línea; es innegable, es natural.

¿Hay que leer entre líneas? Sí, pero con moderación. Y aunque todos, como he dicho, tienen algo de razón, cada cual se tomará la libertad de interpretar los hechos como mejor le convenga. Lo sorpresivo no radica en sí, en la lectura, sino en las reacciones, que siempre revelan más que los hechos mismos. Se acusa separación y se obtiene indignación. ¿Es acaso tan perjudicial? La presidenta está en su derecho de tomar distancia de aquellos incómodos caciques que por «méritos» lograron mantenerse como figuras de interés. Que, dicho sea de paso, han logrado enterrarse solos, ahora que, durante un año, han operado sin supervisión. ¿Por que habría de arrestar ese peso muerto? Sabemos la respuesta, y el nombre de aquel a quien se le pordría adjudicar la culpa

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