Entre Cíclopes y Ciudadanos

Los paralelismos y simetrías nunca fueron trabajados con tanta perspicacia y cuidado como recurso literario por aquella enigmática figura de aparentemente desordenado y caótico trabajo, en contradicción con su obsesiva maquinación. Revolucionario, incluso para los estándares actuales, James Joyce y su obra cumbre, vanagloriada por su incomprendida complejidad, han sido identificados con el galante desfile de la pedantería vanguardista de un excelente escritor. Ulises, insuperable trabajo moderno. Analizado, criticado, despreciado, pero nunca olvidado.

Recientemente he recordado su predilecto trabajo por los comentarios de comedor propiciados por su natalicio: Dublín, Irlanda, 2 de febrero de 1882. Eclipsado, tal vez, por el particular fenómeno Bloomsday (16 de junio), que conmemora, con igualmente particulares actividades, su trabajo. Prominentes figuras de quisquillosa selección literaria como Borges, quien dedicó textos y conferencias al estudio del inaccesible libro, calificado con frecuencia de «lectura imposible», se unen a los lectores críticos del escritor. Indudablemente dificultoso por su movimiento browniano: de aquí para allá, de allá para aquí, le diría a la Maga, Horacio. Se mueven sus interpretaciones homéricas por las calles dublinesas de 1904, construidas con letras, en parte, sobre el mapa sustentado en el recuerdo del autor autoexiliado. Emocionante por su simbolismo y, a su vez, cotidianamente aburrida, pues el trasfondo no guarda semejanza con el particular sentimiento épico y aventurero de su original, al menos de manera directa.

Un hombre engañado, una mujer infiel y un joven abandonado reemplazan a la sufrida familia del héroe que da nombre a la obra. Los retos se manifiestan, en muchas ocasiones, por el nostálgico sentir de Mr. Leopold Bloom, nuestro nuevo héroe. Los monstruos se mimetizan en la cotidianidad. La metamorfosis progresiva de la Forma y la Idea se vuelve una regla del juego para el irlandés.

Las sirenas, por ejemplo, se materializan en el Ormond Hotel: Miss Douce y Miss Kennedy envuelven con su sensualidad a los presentes, mientras Simon Dedalus (el padre de Stephen, el bardo) canta M’appari tutt’amor, un aria de la ópera Martha, evocando nostalgia y emoción. O Escila y Caribdis, capítulo lleno de maquinaciones intelectuales desarrolladas por el joven abandonado: Stephen, quien refleja los complejos sentimientos del autor hacia su padre, con una hipótesis aritmética sobre el Hamlet de Shakespeare: el fantasma del padre de Hamlet es, en realidad, la proyección del duelo del dramaturgo por su hijo Hamnet, fallecido en la infancia. Un nuevo entramado de paralelismos metanarrativos.

Y Polifemo, magistralmente interpretado con la teatralidad insignificante de la urbanidad por el Ciudadano. Escenario: una taberna, custodiada por un ser de mirada unidimensional, rígida y violenta; resentido, observa con desdén los movimientos de un falso irlandés, quien lo juzga como nadie, pero a sus ojos parece el más arrogante de los hombres. Una discusión sin sentido, de esas que aún hoy reconocemos con familiaridad por su elemento trillado y repetitivo. Una crítica culta e inteligente al nacionalismo irlandés, cargada de humor. La grandilocuencia del escritor nos deja lecciones. Un punto de vista nunca del todo desligado de su nación, pero que goza de la objetividad que brinda la distancia. Es en sí mismo (el libro) una enciclopedia de críticas: empezando por la estructura épica y los mitos heroicos, la hipocresía social, el lenguaje y la literatura convencional: una crítica multifacética a la sociedad de su tiempo y, en particular, a los mitos que sustentan la identidad nacional, la religión y la cultura occidental.

Pero es, a mi parecer, su Ciudadano digno de una necesaria revisión. Es una radiografía que podría ayudar a disipar la duda en el análisis de los fenómenos actuales, que a muchos preocupan con irritación. Vivimos la transición a una nueva «remontada» ideológica, de áspera transición, que convalida discusiones superadas. Fija, el próximo lado vencedor, su único ojo en el romanticismo utópico, que aspira a la imposible regresión. Nuevos historicismos, y revisionismos. Ridículas apropiaciones ideológicas cuelgan en cuentas del cinturón de los nuevos Ciudadanos, como lo hicieron: William Wallace, Napoleón Bonaparte, John Jameson y muchos más. Un panteón ecléctico, ensamblado a conveniencia para alimentar nuevas mitologías; justificaciones patéticas por su falta de creatividad y pragmatismo tribal.

Se observa, sin lugar a duda, un cambio. ¿Es novedoso? En definitiva, no. Tal vez un tanto infantil por sus reclamos en reciprocidad a las demandas opuestas que ya van alcanzando el absurdo coraje reivindicador que vemos en las feroces peleas de los luchadores culturales, que van echando en saco todos los trozos a modo de secuestro y venganza maniquea. Leña dividida tronando bajo el calor de la segregación. Entretenimiento binario que satisface a los más ineptos. Fanáticos que pretenden escuchar a las purgantes sombras del Hades reinterpretan, con la desinteresada ignorancia moderna, los llantos y consejos. Se transforman en voceros, con evidentes intereses curriculares; ligan las ideas ajenas, sujetan las nuevas cuentas y las reparten imprudentes. Esgrimen el atizador con una sonrisa; observan su masa de inversión desenvolverse en el péndulo historicista de las ideologías.

Pienso, que nunca ha terminado la terca guerra del Peloponeso, solo se acumulan los héroes y los líderes que pierden su voz con el paso del tiempo entre las olas del odio social. Cambian los bandos y los uniformes, los pueblos, los ganadores y los vencidos. Los Ciudadanos se suman obstinados e infinitos, en su calidad de conspiradores del silencio, se emborrachan de ideología. Cada loco aplaude con romance perpetuo a su radicalismo utópico predilecto; su único ojo excluye, como hace con el extranjero, los vicios.

¡Oh nacionalismo! Forma moderna del aldeanismo, con impresionante capacidad adaptativa en los extremos ideológicos; desde Mao hasta Mussolini. Nunca desaparecerá el hambre del gigante. Sería erróneo indicar que regresa, pues nunca se fue, tampoco crece o se fortalece solamente se compacta, se estructura con los nuevos carroñeros, que olfatean en el aire el empujón de su carrera. Se vuelve hostil con el desdeñado individualismo socrático, al cual le adjudica su propio egoísmo y su falta de empatía. Mientras tanto, a nosotros nos toca soportar a los insidiosos cíclopes, con la provocativa condescendencia de Mr. Bloom. Tal vez no indiferentes como él, pero si igual de expectantes. Pues en si mismo un ridículo, actuar con la puritana alarma de los derrotados, que se estremecen con el temeroso saludo de unos cuantos.

No existe el retorno a un estado armonioso de la naturaleza. Si damos vuelta, tendremos que recorrer todo el camino de nuevo y retornar a las bestias, como bien señaló Karl Popper en su crítica al historicismo. Así es la mecánica del mito: se alimenta de la nostalgia por un pasado que nunca fue. La historia no es una repetición exacta, pero tampoco nos concede avances lineales. Solo nos queda, como Bloom, navegar entre los escombros ideológicos con una sonrisa escéptica, sabiendo que el verdadero triunfo es la indiferencia ante los gigantes furiosos. Es la audacia del hombre astuto su debilidad. Su único ojo, nublado por la cólera, ha sido su ruina. Y así, tambaleándose y clamando venganza contra Nadie, cae bajo el peso de su propio orgullo. Siguiendo la regla del juego, donde se deslinda el heroísmo épico, solo nos quede esperar la señal para escapar en el pequeño coche rojo, disfrutando de la pequeña victoria de taberna con un poco de humor, siguiendo nuestro camino, como la objetiva historia que se mantiene ajena a la ira. 

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Un Estudiante

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