Pasividad y Sumisión
Muchos avances pueden presumirse cuando miramos, con amable redención, la historia de nuestra contribución como pueblo en el ámbito internacional. Lecciones políticas e históricas que seguirán siendo objeto de estudio. Ejemplos de fraternidad entre pueblos hermanados culturalmente, virtud olvidada para justificar con disimulo las exigencias asfixiantes del norte; o los prudentes llamados a la pacificación, que nunca fueron tan vacíos e hipócritas como los eslóganes improvisados que inundan nuestras agendas. La mediación de conflictos, esbozo de una responsabilidad olvidada. Lecciones plasmadas en nuestra Constitución como principios rectores del desarrollo en nuestra política internacional, que se están desmantelando violentamente, al igual que las instituciones que, en tiempos pasados, alguna vez protegieron.
Doctrinas básicas, pero no por eso menos pragmáticas o funcionales. Recordatorios que podrían tomarse como advertencias ante la mala praxis del internacionalismo. Herencia de los capaces hombres que, con su saber, influenciaron a los totalitarios caudillos que en este país nunca se retiran realmente a sus ranchos. Perlas en nuestra historia en peligro de extinción.
Es una pena contrastar nuestra tradición con el cambio en su naturaleza. Decadencia en el cambio; filosofía platónica. Un abandono retrógrado de un ámbito esencial en un Estado funcional, interpretado de manera malintencionada y comodina, que denigra, con actuaciones recientes, el profesionalismo del servicio diplomático mexicano. Se elimina el prestigio cuando se borra la tradición.
Estrada, por ejemplo, fue pieza clave en un reclamo: el reconocimiento de gobiernos pendientes a intereses políticos. Una evolución de la Doctrina Carranza, digna de mencionarse. Desde su despacho en la Cancillería, redactó una carta que marcaría un antes y un después en la política exterior de México. En ella establecía que nuestro país no juzgaría gobiernos extranjeros, sino que simplemente mantendría o rompería relaciones según sus intereses. Un principio que protegía la soberanía mexicana. Noventa años después, este legado fue invocado por Andrés Manuel López Obrador para justificar su política exterior. Pero, ¿realmente sigue la esencia de Estrada o ha distorsionado su significado? La respuesta es evidente.
«La mejor política —indicó burlón— externa es la interna». Pareciera que, entre muchas otras cosas, el peso de la palabrería dogmática del Movimiento de Regeneración Nacional se impone castigador en la nueva administración. Aunque se esgriman lamentables argumentos en su defensa, como los encubridores adjetivos con los que designan las «estrategias» prudentísimas y pragmáticas de su líder político. ¿Prudencia y pragmatismo? Sofismas carentes de habilidad. La ilegalidad es pragmatismo, y la inactividad, un mérito de la prudencia.
El ego ideológico del líder ejecutivo nunca se manifestó tan abiertamente como en el último sexenio. Debe ser desalentador para la primera presidenta de nuestro país pagar las consecuencias.
Aprovechando la referencia a la teoría de las formas e ideas de Platón: no trato de idealizar el pasado, utilizando el actual y visible deterioro en el servicio público como punto comparativo. Soy consciente de los errores y vicios que eclipsan las perlas mencionadas, como el Tratado de Guadalupe Hidalgo o el Tratado de Bucareli. Pero los más recientes desastres, a mi parecer, dan razón a mi preocupación: la crisis con Ecuador, la carta a China sobre el fentanilo y el uso descarado de premiaciones a cualquiera dispuesto a entregarse a su partido o a ceder ante las presiones autoritarias del Estado, sin carrera diplomática. Por mencionar algunos, sin especificar, pues la lista es extensa.
Es imposible no recordar los ataques merecidos, que en este momento parecen excesivos, al desarrollo internacional de presidentes anteriores. ¿Dónde han quedado la inconformidad y las demandas? ¿Las preocupaciones por la corrupción y su influencia en la imagen de un país emergente?
El momento mexicano de Enrique Peña Nieto es un recordatorio de cómo la política exterior puede ser impulsada por una visión estructurada, incluso si los cimientos internos están corroídos. La apuesta por tratados comerciales y alianzas estratégicas otorgó a México una presencia internacional que, al menos en la superficie, proyectaba estabilidad y liderazgo. Pero el espejismo de modernidad se rompió bajo el peso de la corrupción y la indignación social, arrastrando consigo la credibilidad de su proyecto global. Y, sin embargo, los beneficios de aquellos acuerdos aún persisten, como reliquias de un modelo que la administración actual se ha empeñado en sepultar discursivamente, aunque en la práctica siga dependiendo de él. La negación del pasado no es buena política exterior; es un acto reflejo de quien prefiere reinventar la historia antes que asumir su complejidad.
Se criticó la postura de Peña Nieto frente al trumpismo —uno de los pocos puntos en común entre los tres sexenios recientes—, acusándolo de subordinación. Se ondeó en el mástil el pensamiento de Juárez con aire mezquino. La ironía es evidente: los mismos que usaron ese discurso, ahora aplican una sumisión aún más burda. Sus señalamientos resultaron contraproducentes. MORENA y MAGA: actuación que fue, y parece seguir siendo, sinónimo de sumisión utilitaria.
Pero del otro lado, no todo es malo. No se podría decir que Andrés Manuel no es un ferviente contribuidor a la teoría internacional. Ahí están, por ejemplo, sus brillantes conceptos de «relaciones pausadas» y «diplomacia contemplativa», estrategias magistrales que redefinen la soberanía a través de la inacción. ¿Qué mejor manera de defender la autodeterminación nacional que eliminando la diplomacia activa y evitando cualquier incomodidad que pudiera surgir del diálogo con otros países? Y si eso no bastara, tenemos su mayor innovación: la figura del ‘invitado diplomático’, un embajador que no embaja, un representante que no representa, una delegación que solo observa cómo se pisotea la Convención de Viena sin mayor consecuencia que una carta de protesta.
Tal vez, en un futuro, otras naciones adopten esta revolucionaria estrategia y redefinan la política exterior: embajadores como espectadores de su propia irrelevancia, relaciones bilaterales que existen solo en el papel y principios de soberanía que no se defienden. La diplomacia pasiva encontró en México a su mejor promotor.
Si la Doctrina Estrada fue un hito en la diplomacia mexicana y la Doctrina Carranza un firme pronunciamiento de soberanía, la Doctrina Obrador podría resumirse en un simple mandato: no incomodes. Conviértete en el gran ausente y, con suerte, nadie notará que desapareciste del mapa. Y si, como ha repetido insistentemente, «la mejor política exterior es la interna», entonces cabría esperar que la grandeza nacional hablara por sí misma. Sin embargo, nada resulta más devastador para una narrativa que el paso del tiempo: ¿por qué su obsesión con lo local terminó alejando oportunidades como el nearshoring? ¿Desinterés, falta de pericia o un exceso de nacionalismo mal entendido? No negaré sus victorias —estrictamente partidistas— en el ámbito interno; solo afirmaré su calidad pírrica en el externo.
Aunque la bienvenida ha sido cálida y sus maniobras bien recibidas —hasta celebradas—, mucho se ha dicho de su temprano y forzado desempeño en el tablero internacional, parcialmente olvidado por su antecesor y designador político. Pero también hay mucho que se ha ignorado. Tal vez sea el nacionalismo latente —incluso en los países más civilizados— o la convocatoria desesperada a la unidad nacional, que resulta risible y absurda cuando se contrasta con la actitud abiertamente bravucona de dos de los tres poderes de la nación (Ejecutivo y Legislativo), que, dicho sea de paso, se desvanecen en el conflicto. Ahora el escenario ha cambiado: la diplomacia ausente de los últimos años ha quedado como herencia para la primera presidenta de México. ¿Tendrá Claudia Sheinbaum la capacidad de reconstruir una política exterior funcional o simplemente seguirá la inercia de su predecesor, administrando su legado sin corregir sus excesos? Lo único seguro es que las víctimas somos nosotros. Mientras se sigan celebrando las prórrogas como si fueran victorias definitivas, el nivel de complacencia continuará en aumento, debilitando cualquier conciencia sobre la gravedad de los impactos económicos que podrían desencadenarse si las amenazas arancelarias dejan de ser simple retórica y se convierten en una realidad tangible.
Para algunos, la capacidad de ganar tiempo ha sido la clave del éxito: posponer una crisis es, en sí misma, una victoria política. Para otros, la aparente estabilidad es solo una ilusión momentánea, una táctica que, lejos de resolver el problema, lo posterga hasta que la presión sea insoportable. Mientras se elogia la prudencia diplomática de la nueva administración, la realidad es que la pasividad sigue siendo el principio rector. La pregunta no es si las tensiones con Estados Unidos volverán a escalar, sino cuándo y a qué costo. México ha pasado de ser un actor estratégico a un espectador en su propia región. De la negociación firme a la diplomacia de la prórroga. De la soberanía activa a la sumisión calculada. Tal vez la continuidad sea la consigna no escrita de la nueva administración, la fórmula más segura para evitar confrontaciones incómodas. Pero la historia tiene poco interés en las estrategias de espera. Cuando el pragmatismo se disfraza de éxito y la pasividad de estabilidad, el desenlace es predecible: el país seguirá navegando sin rumbo hasta que una crisis lo obligue, una vez más, a reaccionar tarde y mal.
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