Del derecho a la política: la inercia de una generación

El problema ya es ineludible. Al momento de la redacción de esta columna, se imprimen las boletas de una elección olvidada e ignorada, como el resto de experimentos pseudo democráticos, con sello de cuarta. A su vez, los impactos económicos y sociales, en especial los referentes a nuestra política exterior, empiezan a manifestarse como un llamado de atención. Se avecina una crisis institucional sin precedentes: desprestigio, incertidumbre jurídica, erosión de la transparencia y un cinismo político normalizado que se burla de los ajustes improvisados a su proyecto. ¿Comportamientos egoístas, deshumanizados, desilusionados, ignorantes o irresponsables? ¿Un poco de todo? 

La falsa ilusión de neutralidad ha confundido a muchos juristas que, obsesionados con la aplicación técnica del derecho, rechazan su dimensión política. Convencidos de que su labor debe permanecer ajena al dogmatismo, desdeñan la teoría y se refugian en la práctica formal de la ley. Su positivismo rígido los lleva a ver en la política un obstáculo distractor, cuando en realidad es su esencia ineludible. Así, desinteresados, agachan la cabeza como el héroe trágico en señal de resignación. Aceptaron y continúan aceptando su papel impuesto como testigos. 

Antes de continuar, es necesario recordar cómo un fuego incontrolable consumió, en el último momento de un sexenio, la poca estabilidad que mantenía la estructura de nuestros tres poderes. Se alentó, bajo la simulación de una reforma necesaria, la inmediata modificación de una pieza clave de nuestro sistema. Se le adjudicaron problemas pertenecientes al Ejecutivo y vicios estructurales imposibles de excluir en sus congéneres estatales: nepotismo, corrupción, excesos y privilegios. Una venganza personal materializada bajo el amparo del poder. 

El sentido del recuento no radica específicamente en ese punto, pues los hechos son ampliamente conocidos. Todo ocurrió mientras las personas capacitadas para opinar y actuar, como la oposición, fallaban. Se limitaron a ser simples señaladores, confiando en la imposible victoria de su candidata y en una mayoría electoral suficiente para detener el atropello. Los resultados también son bien conocidos. Cedió su lugar a la oposición la comunidad central, la más capacitada para opinar y la que se vería más afectada. 

¿Y por qué no habrían de hacerlo? Han sobrevivido a crisis, persecuciones, amenazas y presiones. Han resistido los golpes estructurales que modificaron el terreno sobre el que se desplazaron: autoritarismos y reformas que, en su momento, parecían definitivas, pero fueron superadas. La cruda voz de su experiencia debe —imagino— dotarlos de confianza, una confianza sustentada en el hartazgo. 

Pero, ¿y nosotros, los jóvenes? Aquellos que no conocimos realmente el sistema anterior, que no tuvimos oportunidad de desenvolvernos o poner en práctica nuestros conocimientos más allá de simulaciones, consejos sueltos y prácticas insuficientes. Nosotros, cuya única certeza de desarrollo profesional era la posibilidad —difícil, pero tangible— de acceder a la carrera judicial. Una confianza ahora desmoronada. 

Es particular el caso de mi generación, preparada para ejercer en un entorno que se tambalea con la volatilidad política. Muchos observamos la crisis con claridad, conscientes del problema, pero expectantes. Otros, ávidos de supervivencia, se adscriben con pragmatismo a los intereses partidistas. Y el resto, la gran mayoría, actúa como si nada estuviera sucediendo. 

Cruza por mi mente la influencia de los juristas nacionales en el desarrollo de nuestra historia y no puedo evitar notar los contrastes. El Colegio de San Ildefonso y Francisco Primo de Verdad y Ramos, precursor del movimiento independentista en la Nueva España. Su osadía al confrontar la pasividad de su tiempo contrasta con nuestra realidad. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Primo de Verdad no esperó a que el derecho se adaptara a la política, sino que entendió que el derecho debía construirla. 

Una carrera que, como otras, ha olvidado responsabilidades inherentes. No negaré que las preguntas de salón y pasillo universitario fueron planteadas, que los debates se formularon y que, dependiendo de a quién se le preguntase, la respuesta siempre fue acorde a los principios constitucionales. No se confundan mis señalamientos con el desprestigio a las protestas de trabajadores y estudiantes, que sí hubo; pero, sin embargo, fueron insuficientes. Y siempre que pienso en aquellas vísperas, el recuerdo resulta amargo. Por parte del profesorado, las opiniones siempre se embestían involuntariamente de vergüenza. El razonamiento y la crítica se eclipsaban, delegando la responsabilidad al voto de sus alumnos, que inspiraba esperanza. Estos parecieron darle la espalda a las enseñanzas. Conformismo. 

En cuanto a la totalidad de los ciudadanos, incluidos los estudiantes de carreras destinadas al trato directo con el sector público, podemos identificar un síntoma común. Inclusive entre los simpatizantes de la hegemonía —excluyamos, por razones obvias, a los militantes que se beneficiarán del nuevo modelo de poder judicial que está por definirse—, su lucha parece olvidada. 

Es coherente destacar que muchos trabajadores judiciales formaron parte del movimiento que hoy los señala como lastre de la transformación nacional. Una masa de fuga que modificó con rapidez las pancartas cuando comprendió su error. Y la juventud, que, como en mi caso, votó por primera vez, ¿qué tan en serio se tomó su voto? 

¿Cuál será el legado de nuestra generación? ¿El silencio? ¿La indiferencia? ¿El acomodo dentro de las nuevas estructuras de poder? ¿O, como Primo de Verdad, podremos reivindicar el papel del jurista en la construcción del futuro? En 1808, cuando la incertidumbre sacudía a la Nueva España por la crisis de la monarquía española, este abogado defendió una idea peligrosa: que el poder debía residir en el pueblo y no en una autoridad impuesta por la tradición. Murió ahorcado en una celda del Palacio de la Inquisición, pero su legado persistió en la independencia que él no alcanzó a ver. 

Es una lástima que la señalización de la indiferencia —irónicamente— se mimetice con ese conjunto trillado de problemas que nos son indiferentes. Debe de ser cómodo vivir en la indiferencia, pretender y aceptar la irrelevancia de nuestro entorno; fingir desconocimiento para asegurarnos un poco de tranquilidad. Nos hace preguntarnos si se trata de una virtud o simplemente un problema moderno o incluso generacional. Oxímoron dogmático de la filosofía política platónica: una sociedad altamente colectivizada víctima de su egoísmo. Citando de memoria las inconfundibles palabras de Bertolt Brecht: No me importó antes, pero ahora me llevan a mí, y ya es muy tarde

La indiferencia, esa que nos ha acompañado durante todo este proceso, ha demostrado ser el arma más efectiva del poder. Nos toca decidir qué papel jugamos en este proceso: testigos silenciosos de la decadencia o actores conscientes del conflicto que se avecina. 

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Un Estudiante

Bibliografía: 

  • Bobbio, N. (1993). El positivismo jurídico. Fontamara. 

  • Brecht, B. (1952). Poemas y canciones. Alianza Editorial. 

  • Canetti, E. (1960). Masa y poder. Alianza Editorial. 

  • Kelsen, H. (1960). Teoría pura del derecho. UNAM. 

  • Meyer, J. (2010). Francisco Primo de Verdad y Ramos: precursor de la independencia de México. FCE. 

  • O'Gorman, E. (1996). Historia de las divisiones territoriales de México. Porrúa. 

  • Platón. (c. 375 a.C.). La República. Gredos. 

  • Zavala, S. (2004). El Colegio de San Ildefonso en la historia de México. UNAM. 

 

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