Militancia resignada
Nos encontramos en las vísperas de nuestra fiesta democrática; los telones se han cerrado, las casillas están por abrirse y las promesas por olvidarse. Los indecisos, que nunca son pocos, han cobrado particular relevancia en las elecciones venideras. Los resultados, como muchas veces en la historia de este país, parecían vislumbrarse meses antes de comenzadas las elecciones. Ambos bandos están bien definidos, y aunque la fuerza opositora de este país no ha hecho más que, como es costumbre, desprestigiar y denostar a los «tibios y grises» por su indecisión y su óptica centrista, su única opción ha sido apelar secretamente a la simpatía de este posible elector. Como es evidente, en tiempos de polarización, son el único grupo restante por convencer, pero nadie se atrevió a llamarlos —abiertamente— a su lado. Como resultado, los tres participantes se han quedado con el mismo número de simpatizantes con el que empezaron. Tal vez la desesperación y la negativa por llamar al voto del indeciso sean la razón principal del egocéntrico y desmoralizante escenario en el que se sostiene una supuesta victoria, que se respalda en un elector de «misteriosas intenciones».
Los partidos contrincantes al oficialismo cifran sus esperanzas en el voto oculto, aquel que pertenece al electorado que ha logrado mantenerse oculto del radar de las encuestadoras, falseando sus simpatías e intenciones democráticas. Este tipo de elector se ha infiltrado dentro de las abrumadoras filas de simpatizantes adeptos al partido favorito a ganar la presidencia de la república. Han logrado engañar al oficialismo, haciéndole creer en una victoria segura, proporcionando información falsa a casas encuestadoras, medios de comunicación y cualquier interesado en el desarrollo de las campañas. Aguardan el momento preciso para sorprender al país el día de la elección, dando un golpe de gracia al partido gobernante. Cuando se encuentren frente a su boleta, marcarán, satisfechos por haber cumplido su propósito, el recuadro destinado a su candidata o candidatos, a los cuales protegieron celosamente del interés público durante el período electoral.
Por fantástico que parezca, los candidatos y afiliados, con evidente miedo al paro laboral, pretenden hacernos creer en la masiva existencia de estos votantes de extraordinarias capacidades histriónicas, quienes, sin saber muy bien por qué, deciden contestar a la pregunta de «¿por quién votará usted?» con información falsa.
En mi opinión, esto parece una broma, teniendo en cuenta que siempre existe la posibilidad de negarse a contestar la pregunta o las llamadas, o simplemente se puede recitar: «el voto es secreto» y el tedioso interrogatorio de una pregunta se acabaría. Supongamos que el ego de los candidatos es lo que mantiene en pie esta narrativa, donde la mentira es la mejor protección del secreto electoral. ¿Los militantes secretos no perjudican a su partido haciendo esto? ¿No es mejor mostrar apoyo? Además, al lograr su cometido, ¿no se podría prestar a malinterpretaciones que fácilmente evolucionarán en señalamientos de fraude electoral? Teniendo en cuenta que la gran mayoría de las encuestas dictan una tendencia innegable, resultaría fácil imaginar las demandas de una turba enfurecida que desconoce el resultado de una campaña electoral que es contraria a una realidad previamente establecida.
A mí me gusta mirar este asunto desde otra perspectiva. ¿Y si en realidad fuera un voto resignado? Siempre cabe la posibilidad de que los grises sean personas desencantadas de la política, asqueadas de su militancia, pero conscientes de su obligación como ciudadanos. Tal vez callan sus simpatías por vergüenza con otros o consigo mismos; ningún bando queda exento. Imaginemos: el elector oculto entra a la casilla, cierra la cortina y contempla las opciones que conoce de antemano. No porta una sonrisa embustera por haber logrado burlarse de todo el mundo; no marcará lo contrario a lo «pactado», sino que, con una sonrisa resignada, lee sus opciones una y otra vez, confirma que no le son satisfactorias. Ya está ahí; hay que votar.
¿Y si el voto no es ni oculto ni resignado? ¿Obligado? Dentro del estado perpetuo de violencia extrema que se vive en el país, no es difícil imaginar a grupos delincuenciales amedrentando a la población para conseguir una inclinación favorable en el resultado de las votaciones. Tal vez este sea el único escenario real donde puedo vislumbrar la funcionalidad y aprovechamiento del voto oculto. Todo lo anterior, ambos escenarios (el bromista y el resignado) no son más que suposiciones que podrían ser una realidad dentro de los millones de mexicanos que piensan hacer válido su derecho a votar. Las motivaciones son demasiadas: algunos votarán para cumplir con sus obligaciones ciudadanas o partidistas, por responsabilidades patrióticas o miedos ideológicos, y algunos simplemente se pintarán el dedo para conseguir una taza de café gratis.
¿Es posible tener en cuenta todas las variables? Lo dudo mucho; lo creo innecesario. Para sorpresa de nadie, es ahí, en las sombras inaccesibles para las encuestadoras, donde se maquinan todo tipo de teorías conspirativas que cultivan escenarios burdos y presagian espectaculares batallas democráticas. Son demasiados los adjetivos con los que podemos anteceder la palabra «voto»; son burdos los disfraces con los que caricaturizamos a los electores y la militancia partidista. Tácticas desesperadas, instigaciones políticas y alentadoras esperanzas dadas por los lambiscones, todo esto no hace más que vulnerar el esperpento en el que se ha transformado nuestra mal llamada «fiesta democrática». Ya estamos aquí; hay que votar.
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Un Estudiante