¿Renovación o disfraz?

Es demasiado optimista la postura neoconservadora que ha pretendido filtrarse por los cándidos puestos partidistas de muchas «derechas». Resulta extraño, en especial si hablamos del conservadurismo en plural, porque el término mismo parece resistirse a esa multiplicidad. En cambio, se siente natural cuando hablamos de las «muchas izquierdas»: su fingida pluralidad y su pretendida hermandad. No es sino aquella cadena de movimientos moleculares —como señaló Guattari— que se forman, a regañadientes, para alcanzar un objetivo común.

A muchos no les será ajeno el fenómeno —casi moda— de los conservadores de ocasión que detestan el centro al que pertenecen y que, a modo de emulación —ya sea por falta de originalidad, de simpatizantes, de una propuesta ideológica sincera o simplemente por descuido—, juegan en espejo contra su némesis ideológica. ¿Es acaso tanta la desesperación? ¿Por qué se sienten obligados a imitar a la izquierda de principios del milenio y por qué tratan de servirlo como novedad?

No pretendo hacer un glosario de estos nuevos movimientos que se alimentan intelectualmente de los debates binarios de internet. No. Mi intención es hablar de la novedad, de la supuesta renovación del segundo partido en la carrera. Pero me resulta difícil; como a la mayoría, siento que busco a Waldo y no consigo encontrarlo. Dejo fuera las obviedades, como el logotipo. Me centro, sin embargo, en el fondo. Y al hacerlo, no puedo dejar de preguntarme si, en el caso del PAN, no llegaron tarde a la parafernalia sudamericana de la «nueva derecha», avivada por MAGA (claro, si hablamos específicamente de América).

Se cuidaron las formas con sus bases, pero ¿hasta cuándo serán suficientes las palmadas en la espalda? Tres palabras —que fácilmente podría apropiarse cualquier otro partido político— me parecen insuficientes para brindar la sustancia que requieren las propuestas necesarias para ganar elecciones. Ya se habla de la falta de proposición y diferenciación entre partidos (de PAN a PAN), pero nadie parece advertir que el cáncer del sistema partidista mexicano es la falta de voz.

¿Qué es un buen trabajo de oposición? Todos conocen la respuesta, pero nadie lo lleva a cabo. Se empeñan, por el contrario, en hacerle notar al posible elector que su proyecto de país —dejando fuera el recital de buenas intenciones— es idéntico al que tenemos ahora, solo que mejor. Y me cuesta contextualizarlo de otra manera, pero el simplismo es hoy un sello de época: una explicación más desarrollada sería, para muchos, una pérdida de tiempo. Lo mismo, pero mejor.

¿Para qué están entonces los sectores ideológicos —verdaderos contrapesos—? O, mejor dicho, ¿dónde están? En su afán por no incomodar, los partidos han optado por la tibieza como estrategia. Y la tibieza, en política, es una forma elegante de desaparición; en la oposición, sinónimo de inutilidad.

El miedo al rechazo los ha alejado —no solo a la derecha— de su razón de ser y, en el mejor de los casos, nos ha dejado una mancha homogénea que delata, en su tonalidad, los colores de las instituciones partidistas que, para bien o para mal, contribuyeron al desarrollo de este país. Lo que se anuncia como renovación no es sino el eco de un disfraz mal planchado.

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Un estudiante

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